jueves, 24 de septiembre de 2009

Trasporte colectivo.


Son las 16:30 de una tarde de sábado. El 151 Verdisol acaba de agarrar Colonia y se dirige derechito hacia Rondeau, donde doblará para tomar Libertador y darse de bruces contra el Palacio Legislativo. El ambiente no es otro que el de un sábado por la tarde: Hay algún que otro padre con sus hijos vestidos de cumpleaños y una bolsita por la que sobresale una moñita roja. Hay unas cuantas viejas con pinta de ir a visitar a alguien. Hay ausencia de hinchas de algún cuadro de fútbol, porque se bajaron todos en Avenida Italia y Centenario.
Curiosamente, no hay partido en la radio. O bien no anda, o bien el conductor es una excepción entre los de su clase. La ausencia del relato futbolístico agrega dos cosas al ambiente de transporte colectivo: gente con auriculares que hace gestos cada vez que (probablemente) su cuadro la caga y silencio. El silencio sea, quizás, la característica más notable.
O quizás la noté yo, en ésta mi nueva etapa de persona sin MP4. Me di cuenta de que hacía un par de años que mis oídos no apreciaban en silencio en un ómnibus. Silencio, en realidad, es un decir. Siempre está el ruido estridente del vehículo, alguna bocina, alguna charla de fondo, lejana. Pero únicamente monótono ruido, nada de canciones o relatos para hilvanar. Me aburrí un poco, pero me pareció tranquilizador. Cerré los ojos y ni siquiera noté cuando ella se sentó a mi lado. Sí, ella, la del celular anaranjado.
Yo creo que todas las personas, al menos las que como yo no estaban enchufados a sus aparatitos de música, estaban en el mismo estado. Tranquilas, mirando por la ventana un día hermoso.
¿Qué podría sacarlos de aquella calma? ¿Qué podría hacerlos girar la nuca, voltear sus cabezas y poner caras diversas? Caras que andaban entre la sorpresa, el asombro, la vergüenza, el asco e incluso la risa. ¿Qué podría sacar a un uruguayo perezoso de su estado adormecido preferido y dejarlo como si acabara de contemplar al mismísimo diablo? ¿Y qué podría dejarlos a todos mirándose, después de pasado el asombro, con ganas de tirarse por la ventana y pensando todos juntos "no puede ser"?
Ella lo sabía. Ella. La del celular naranja, sentada atrás del todo junto a su madre, al lado mío. Ella, que apretó aquel botón una vez que el volumen estuvo al máximo, y de su celular salió vomitada, como si fuera alquitrán chorreando por aquellos diminutos parlantes:
"Cooooooooo-laaaa-teee un dedo cabezona, colate un dedo cabezona"
Mitocondria, la que se tapó la cara el libro.

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