miércoles, 16 de septiembre de 2009

Señora de las siete décadas.

Ella llamó a casa. Dijo que una amiga de ella lo encontró y que se lo dio a ella porque solía trabajar en un servicio de mensajería y conoce mucho la zona y su gente. Que se llama Pepa (no se llama Pepa, pero prefiero mantener oculta su identidad verdadera (?)) y que si yo me acercaba a las 15:00 al club de jubilados que está a una cuadra de mi casa, ella me lo daba.

Y fui. A las 15:00 exactas estuve en el lugar. Entré. Todo era de viejos: La habitación de la derecha, con un cuadro enorme de Gardel, una estufa a leña gigante, una mesa de vidrio plagada de botellas a medio tomar de grappamiel y licores varios, varios sillones y unas cuantas sillas. Desde ahí salía el ruido de una radio mal sintonizada. En otro lado se oían voces, muchas voces.

Yo me acerqué, y ahí estaban: veinte ancianos de entre 60 y 100 años. Estaban re copados conversando y a mí me dio cosa interrumpir, además de vergüenza. Le pregunté a un señor que estaba contra la puerta si tenía idea de quién era Pepa.

- ¿Pepa? - me dijo a mí, y luego le gritó al grupo - ¿Pepa ya llegó?

Y todos contestaron a la vez, hablando sobre el otro, que "no llegó, ¿te dijo si viene?, debe estar al llegar, quedate por acá, ¿para qué la buscás?"

- Perdí una billetera con documentos y ella la encontró, me llamó y quedamos en que nos veíamos acá para dármela.- Mentí yo. No iba a contarle mi historia patética a gente que podría ser mis abuelos y que seguramente iban a querer consolarme, cuestión que no necesito porque me hace sentir tonta.

Pero una de ellas, que a efectos de esta historia llamaremos Coca, salió conmigo a donde yo planeaba esperar a Pepa (afuera, donde no corriera riesgo de que me capturara esta secta de ancianos borrachos) y me dijo "la perdiste o te la robaron?"
Y tuve que decirle la verdad. Que me la robaron. Por suerte fue suficiente, ella no me preguntó cómo fue (y me ahorró tener que contarle que seguramente una persona perteneciente a su generación apocalíptica me robó las cosas). Le gustó tanto tener algo nuevo de qué hablar que me contó varias historias de robos truculentos interesantísimos, cosas que jamás nunca en mi vida había oído. Yo apliqué una técnica que vengo poniendo en práctica hace años: le puse el piloto automático a mi cara para que haga gestos de horror o profundo asentimiento según corresponda, y mientras tanto pensé en otra cosa.

Coca me dejó libre al fin. Yo, que no tenía ganas de volver a ser capturada, salí del recinto y me quedé afuera, esperando contra una pared. Después de unos diez minutos apareció, en su bici, Pepa. Me hizo adiós desde la calle y me pareció la señora más adorable del mundo. Pero en el fondo, la sospecha seguía haciéndome pensar cualquier cosa. Nos dimos un beso, le dije muchas veces gracias y ella volvió a contarme la historia que yo ya conocía. Después me pidió que le contara cómo me habían robado.

Y mientras lo hacía, su cara me llenó de dudas. Tenía una especie e sonrisa pícara, una ausencia de terror y espanto, que me dio vuelta. ¿Ella? No, ella no puede haber sido. Sería demasiado descaro venir a devolverme esto luego de hacerlo. ¡La amiga! ¿Le habrá dado culpa a la amiga hacerme pasar por todos los trámites de nuevo y le pidió a ella que me la entregue?

Antes, yo no era así. Jamás habría sospechado de un par de señoras adorables. Pero desde que mi abuela me contó lo que le hizo al pobre viejo aquel que se le cayó la bufanda (lo dejó entrar a donde él estaba yendo y le hurtó la prenda), pienso que la tercera edad esconde más maldad de la que aparenta.
Así que volví a mi casa, contenta por haber recuperado mi monedero y mis documentos, pero pensando cómo voy a enfrentar al mundo con esta nueva verdad:

Una vieja con artosis no sólo me robó sino que se dio el lujo de devolverme los documentos.


Mitocondria, mientras pide hora con el psicoanalista.

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